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viernes, 7 de septiembre de 2012

Colombia


Los colombianos tienen un hablar lindo, aun para las cosas más tremendas. No sólo son sonoramente encantadores sino que también tienen un decir poético. Una vez un profesor universitario me confesaba que el colombiano es la variante del español que tiene el vocabulario más extendido; además contiene una riqueza idiomática poco común a casi todas las demás lenguas contemporáneas.
Sobre lo que decía primero, un amigo colombiano me explicaba, en realidad me teatralizaba (con ademanes y tonos) el acento característico de las regiones de su país. Entonces me hacía un acento de palabras acortadas y altaneras de los costeños, un displicente de los rolos bogotanos, un pausado y rítmico propio de los caleños, y uno más estilizado (sospecho que era el de su preferencia) de los paisas de Medellín. La verdad es que confieso que no tenía mucha maña para distinguir bien del todo las diferencias, y al margen de la voluntad de mi amigo, en la práctica me resultó más difícil advertirlo. Aún así, su dramatización la guardo como un tesoro, fue una hermanada muy graciosa.
Ahora bien, ¿por qué pensé que esta foto podía ser representativa para contar algo de Colombia? Lo cierto es que la relación es un poco caprichosa. Recuerdo que mi amigo Wallace (vale decir que es un gran contador de historias) me dijo por esos días, precisamente con mucha poesía, que el río Magdalena, una arteria caudalosa que cruza de sur a norte el país en su incesante ir hacia el mar Caribe, se “había llevado mucha sangre”; y luego explicaba: desde las guerras coloniales, las intestinales, la represión contra pueblos, campesinos y nativos, y también la peste de cólera, que en una época era común y fantasmal por allí. En todos los casos el río tuvo algo que ver.
Dicen que los colombianos evitan sacar cuentas dolorosas. Que es mejor no saber el número de muertos por la peste ni tampoco, por dar ejemplos, los acribillados y fatales de la estación ferroviaria de Ciénaga (la Masacre de la Bananeras) hacia 1928 y del cual tendría que resultar mucho más sencillo hacer el cálculo. Sobre el cólera, Gabriel García Márquez, otro de los colombianos encantadores, escribió con belleza: “Cesó de pronto como había empezado, y nunca se conoció el número de sus estragos, no porque fuera imposible establecerlo, sino porque una de nuestras virtudes más usuales era el pudor de las desgracias propias”. Y si eso lo escribió en una historia de amor la misma idea sostuvo en La Hojarasca, que más bien era una historia de concentrado y unánime rencor.
Entonces, la foto. Este muchacho se arroja del puente en La Virginia al crecido y desbordado río Cauca, en la zona cafetera colombiana. Lo hace por unos pesos , como atractivo turístico. El Cauca desemboca en el Magdalena que como ya lo dije termina en el Caribe. Es un arrojo que resume buena parte de esa Colombia que me conversaba Wallace y que mágicamente describe García Márquez. Es en el río, esos que nunca vuelven atrás y se llevan todo, donde fluye la sangre colombiana. Porque sintéticamente hacia adelante se va olvidando rápidamente el pasado, sin pensar tampoco mucho en el futuro (una quimera insegura) y para vivir intensamente, sin ahorro de nada para el después, este presente. Era algo así lo que quería contar de la Colombia de hablar precioso y sus días intensos de río y sangre.